miércoles, 21 de octubre de 2009

Extracto de "Prosopagnosia frente al espejo", mi primera y única nouvelle.

Buenos Aires, febrero 25

Estos días me han saturado la mente de preguntas existenciales, preguntas que surgen precisamente cuando uno menos las necesita, cuando más duelen las respuestas, cuando uno no quiere saber que volverá a ser polvo inevitablemente y no pudo dejar que se le escapara la única persona que le hacía olvidar el terrible destino del hombre: morir.
Hay gente que no vive, sino que sobrevive. Esa, creo, es una actitud un tanto mediocre. Yo respeto a quienes buscan ansiosamente dejar un legado… Todos hemos de desaparecer, pero ¿por qué no dejar algo? ¿Acaso solo venimos a estar? Pues no debería ser así. Algunas personas se esmeran por dejar hijos mejores que ellos; otros buscan dejar un legado material. ¡Cuánta mediocridad hay en quienes no dejan nada! ¿Egoísmo insano será? Conozco padres que sobreviven y solo esperan que sus hijos también sobrevivan. Es muy triste… Horas de trabajo de más, horas de sueño de menos solo para que ellos repitan su misma historia… Jamás alentarlos para que se busquen a sí mismos, para que se encuentren y ellos dejen un legado también… Solo criarlos para que sobrevivan… Qué falta de consideración, de respeto, de amor, de confianza, que es una de las caras del amor. Es un orgullo para todo padre comprobar que han hecho un hijo capaz de sobrevivir, pero cuánto más saber que es capaz de sobresalir del resto que sobreviven. Un hijo que sobrevive es un logro, pero un hijo que ve al resto sobrevivir debe ser una satisfacción mucho mayor. Una vez escuché: “Cuando uno tiene un hijo, primero desea que sea varón o mujer, luego que sea lindo o linda, luego que sea inteligente, luego que sea de su equipo preferido, luego que sea, ante el primer resfrío, sano; finalmente, con la madurez de la paternidad o maternidad, uno debería olvidar si es varón o mujer, si es guapo o guapa, si es inteligente o un imbécil, olvidarse qué equipo eligió, si es sano o frágil… Uno solo debería desear que sea, ante todo, feliz”. Y es que ser feliz es la única manera de trascender, positivamente. Uno podría subir hasta la terraza de un edificio, volarse la sien de un disparo, caer y salir en las noticias, pero eso no es trascender, eso es hacerse notar, es ser tema de conversación. Trascender es dejar algo en la memoria, cambiar la vida de alguien… Pues ella ha trascendido en mí.
Anoche, me senté en un bar oscuro concurrido por hombres sabios y ebrios; desgraciadamente, por una u otra causa, ninguno me reveló alguna gran verdad, si es que acaso sabían alguna. Ataqué a algunos desprevenidos preguntándoles qué sucedía después de que uno moría, pero en general encontré una sonrisa –como señal de que habían comprendido un anuncio suicida hecho por mí, de que nunca antes lo había pensado o de que era demasiado compleja su teoría como para explicarla–. Bien, el caso es que muy pocos resultaron ser serios y verdaderos conversadores de ese tema.
Roma pensaba que era el “FIN, como en las películas”.
He llegado a la conclusión de que a la gente le atemoriza reflexionar sobre esto, pero no por miedo a entender que, racionalmente, luego de la muerte no hay nada –cosa que, creo, todos, absolutamente todos sospechan–, sino por ese horror que genera la culpa de pensar en la posibilidad de que es así y han dejado pasar la oportunidad de hacer el bien, el mal o el amor.
Solo debería haber una elección: ser feliz, y el resto subordinado a ello. El y los problemas de índole existencial surgen ante las dificultades de lograrlo o ante la negación de que se ha pifiado el camino.
Somos seres vivos y, como tales, somos mortales, ¿por qué creernos tan especiales como para creer que no sucumbiremos a nuestro fatal destino? ¿Porque lo dicen unos papeles viejos escritos por quién sabe quiénes, en qué estado y con qué intenciones? Si existe una vida después de esta, llena de elecciones, ¿qué nos hace pensar que en otra, en la que no tendríamos la posibilidad de elegir qué nos hace feliz (en el caso de que lo merezcamos), nos sentiríamos plenos?
Si tuviésemos todo lo que quisiéramos, si no nos tentara el mal, si no sufriéramos por la desdicha, ¿cómo y con qué parámetro juzgaríamos y apreciaríamos lo que “se nos concede”? Cabe pensar que moriríamos conservando la memoria. Si así fuera, esta vida, la terrenal, ¿es una preparación, un curso de ingreso, un juicio para determinar sin que lo sepamos con certeza a dónde iremos a parar, una manera de descongestionar el purgatorio culpándonos de antemano por las dudas o por las deudas? De ser así, el pasaje de Erotion hubiese sido menos tormentoso para el viejo Marcial.
Yo prefiero adherirme al escepticismo: vivir, y por si acaso portarme bien, cosa que no es tan difícil, como me enseñaron en la escuela primaria (¡católica!). Ser bueno solo consiste en la premisa de “ponerse en el lugar del otro”. Pero la empatía no es un don. Más bien, diría, es una actitud.
Supongamos que la vida es un regalo; debe abrirse y disfrutarse. Carpe diem. ¡Pero qué difícil es cuando no sabemos cómo atrapar el día!
Pongamos esto en otros términos. ¿Para qué proyectar un ahorro de dinero de varios años si en el transcurso de él nos pudiéramos endeudar o morir. Seguramente –en el caso de sobrevivir–, dispondríamos del dinero ya cansados como para disfrutarlo del modo en que queríamos en un principio. Tanto más grato sería ahorrar para el presente. De esta manera reduciríamos las posibilidades de quedarnos con un resto inservible o desvalorizado. Amar hasta la locura no es ser un cagón, no importa que algún avaro lo pregone satisfechamente. “La historia la escriben los vencedores”, dicen –y yo también–, pero no confundamos confianza con soberbia y no nos creamos tocados por la varita. Si algo aprendí de Juliana fue a no ser un esclavo de la esperanza.


Gabriel Herdoff

lunes, 5 de octubre de 2009

Arritmia




Desde chico que tengo problemas con el ritmo... Algunas personas, por ejemplo, no sabemos aplaudir adecuadamente.
            Ya en los cumpleaños comenzaba a notarse esta grave falencia... Al momento de cantar el Feliz Cumpleaños, acompañado por los aplausos que marcan el tiempo, yo aplaudía con el ritmo correspondiente al que se da una vez sopladas las velitas, claramente, para el resto,  más ligero. Y al momento de ovacionar el soplido arremetía yo con el tiempo de la canción introductoria. No notaba la diferencia.
            Debido a ello fue que comenzaron a dejar de invitarme a los cumpleaños de mis compañeritos: las madres de los festejantes se irritaban, pues les quitaba a sus hijos el protagonismo de ese momento tan especial. Los invitados giraban sus cabezas para mirarme y reír.
            Y en mi círculo familiar no era muy distinto. Ya de grande, noté que jamás aparecía en las fotos de los cumpleaños de mis primos, e incluso de mis hermanos. Hasta antes de la aclaración yo había sospechado la posibilidad de ser un niño adoptado.
Cuando me explicaron, ya contaba yo con diecisiete años; me dijeron que siempre me mandaban a hacer algún mandado con mi tío. De esa forma se deshacían de las dos molestias: mi arritmia y su alcoholismo.


Juan Griss