lunes, 7 de septiembre de 2009

Mientras


Amanecí pensando en la inmortalidad de las almas de las figuras en el techo de madera. Luego pensé en vos y en cuánto faltaba para las seis de la tarde. Decidí dormir un rato más, creo; no sé si lo decidí, pero sí dormí un rato más. Mezcla de sonambulismo y martirización, miré mi terrible cara en el espejo, sonreí y vi cómo el chorro de agua inundaba mis manos superpuestas. Las enormes gotas peleaban por caer de las pestañas. Cierta vez, creo, no pensé en vos.

Te sentaste en la cama y oliste café, te despeinaste, más, te apoyaste en tus rodillas y te impulsaste con desgano. Volviste a sentarte, y luego a recostarte. Pensaste nuevamente en ese aroma a café. Tu boca se llenó de espuma. Miraste tu terrible cara e, increíblemente, te despeinaste más. Creo que sonreíste mientras oprimías circularmente tus lagrimales. Cierta vez, creo, no pensaste en mí.

Aburrida y lenta y típica, transcurría aquella mañana: el ascensor no funcionaba; la escalera era eterna; la portera había tenido otro mal día; el dueño del kiosco había olvidado encargar cigarrillos; y la Plaza San Martín esquivaba los diagonales. Ella caminaba bajo una llovizna que no mojaba, humedecía el rostro. Él temía no haber despertado aún y agregó otra cucharada de café.
El mediodía no prometía luchar contra la inercia del tiempo: el vaivén del ascensor intimidaba a los pasajeros más que los infinitos escalones; la portera, ahora, lloraba a escondidas deambulando entre el sexto y noveno piso; el dueño del kiosco ya había perdido cuatro grandes clientes regulares y once ocasionales; y la Plaza San Martín seguía escabulléndose (para las doce y media estaba en ciento cuarenta y nueve y sesenta y seis). Ella comió apresurada, el severo y honesto reloj la acosaba. Él miró su almuerzo durante cuatro minutos y se lo obsequió a una pareja de palomas.
La tarde sí prometía enormes sucesos: el ascensor ya había recibido al enfermero; las escaleras mutaron en un tobogán acaracolado; la portera regresó a su casa y encontró un dibujo con su nombre y un enorme corazón en la puerta de la heladera; el dueño del kiosco recibió la visita de un quinto grado completo de excursión; y los diagonales setenta y nueve y ochenta encontraron su intersección en el jinete. Ella, creo, reconoció el agua cayendo semifusamente sobre su nariz. Él, creo, intentó sincronizar los pasos con los latidos, pero desistió a causa de la agitación.

Compartimos la mesa, y la cerveza, y algunos cigarrillos. Entregamos las manos a las caricias, y regalamos besos a la espera de una retribución igualmente cálida. Y nos miramos, y nos vimos.

Pueden, creo, pensar en mil y dos noches iguales y siempre distintas, cada vez más parecidas y, sin embargo, cada vez más diferentes.

Despertaron, creo, oliendo café y preguntándose cada uno para sí cuánto faltaría para las seis de la mañana.


Juan Griss

1 comentario:

Anónimo dijo...

0 comentario? paso y salvo una vida mas...